Me zambullo de nuevo en El Almuerzo Desnudo (William Burroughs, 1959) con la misma sensación de peligro que hace 20 años, con la misma desconfianza y con la misma necesidad de aguantar la respiración, como pretendiendo evitar que sus vapores pudieran meterse dentro de mí y contagiarme de su enfermedad.
Pero en algún momento hay que coger aire y, tras respirar una vez más, ya vulnerable, vuelvo a rendirme a la narración asombrosamente visual de Burroughs, aún en sus más surrealistas delirios, y a esa colección de hechos, ensoñaciones y fantasías que componen una de las mas inclasificables novelas del S.XX.